El narcotraficante mexicano

Octavio Campos Ortiz

Mientras en Colombia operan narcotraficantes de quinta generación, los cárteles mexicanos son criminales de primera generación; es decir, son todavía silvestrones, violentos que se disputan a sangre y fuego el mercado de la droga. En Sudamérica, la guerra por las drogas se le ha dejado a nuestros paisanos, y las mafias locales optaron por el lavado de dinero, se volvieron delincuentes de cuello blanco que encabezan corporativos multinacionales.

Ahora, la droga que es introducida por los cárteles mexicanos al país sureño -y a otras partes del mundo-,se comercializa entre bandas colombianas; si los de Cali necesitan estupefacientes, se los venden los de Medellín, no hay conflicto entre ellos. La cuota de sangre corre a cargo de las organizaciones criminales mexicanas, cuyos sicarios protagonizan masacres para ganar territorios con el consabido daño colateral de población inocente.

No está desapegada de la realidad la descripción que hace Luis Estrada en su película “El Infierno” con todo y el “Cochiloco”. Nuestros narcotraficantes son estereotipados por su ignorancia, sin estudios, sin remordimientos por sus actividades, gustosos por los narcocorridos y ególatras que quieren les compongan uno donde se ponderen sus hazañas o “virtudes”, émulos del vestir norteño, de pantalón y camisas vaqueras, sombrero texano, con chingo de oro en cuello y muñecas, metal dorado hasta en las cachas de las pistolas. Cuerno de chivo de 24 kilates como gargantilla, amantes de los animales exóticos, aporta el malandro nacional a la cultura del narco las “buchonas”, todo un estilo de vida de la mujer de la maña.

La ostentación es otro signo distintivo, no solo del dinero, las joyas, los coches o las mujeres, también exhiben su gusto por los espectáculos o los deportes. No hay fiesta de narcos que se precie de serlo, donde no actúen los artistas del momento, sean bautizos, quince años, bodas o simples cumpleaños. El box es su pasión y asisten a las funciones en Las Vegas, pero no desaíran los juegos olímpicos – recordemos que en Sídney 2000, la DEA ubicó a un narcotraficante mexicano mientras echaba porras a un tritón paisano-, apasionados del pancracio, son amantes de las máscaras, y después de lo ocurrido en los olímpicos, optaron por asistir a los eventos deportivos, como el futbol, enmascarados, hay que disminuir los riesgos.

Sus extravagancias los delatan, por eso siempre van acompañados de un séquito enorme de guardaespaldas y sicarios fuertemente armados; saben que sin poder de fuego son hombres muertos, como sucedió en el sepelio de la mamá de un barón de la droga en Michoacán, cuyos segundones, desarmados, fueron sorprendidos por un grupo rival, quienes los fusilaron y desaparecieron sus cuerpos.

Esos son nuestros narcotraficantes, como los que tuvo la Colombia de Pablo Escobar Gaviria en los ochenta, y hasta a uno de sus colegas lo apodaban “el mexicano”, por su tipo de sombrero de charro.