Cuando tiene más valor la palabra de los delincuentes

Octavio Campos Ortiz

En horas, conoceremos el veredicto del jurado que determinará el futuro del ex secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna. 12 ciudadanos que no se conocen entre sí y que muchos no tienen la más remota idea de quién es el Edgar Hoover mexicano, resolverán la situación jurídica del otrora poderoso jefe policiaco. Difícilmente se puede esperar una sentencia absolutoria, aunque la Fiscalía norteamericana nunca presentó pruebas sólidas de su culpabilidad; no hay un solo documento -a pesar de que los acusadores hablaban de miles de textos o papeles-, grabaciones, videos o copias de conversaciones en dispositivos móviles o computadoras visibilizados ante el juez. Tampoco presentaron a víctimas que dieran testimonio de las acciones ilícitas del creador de la Agencia Federal de Investigaciones.

Por el contrario, la lista de 70 testigos se desinfló y solo desfilaron una caterva de narcotraficantes confesos que accedieron a colaborar con el Departamento de Justicia a cambio de la reducción de sus sentencias, ampararse en el cobijo de los testigos protegidos o la promesa de obtener visas de residente para sus familias. Más allá del uso propagandístico que se hace del caso de García Luna por los gobiernos de Estados Unidos y de México, es preocupante que la obligación del Estado de procurar justicia se base en la complicidad con delincuentes, quienes son los únicos beneficiarios de un sistema que debiera castigar a los infractores de la ley, sin negociaciones, una vez demostrada realmente su culpabilidad.

De no ser por los casos de mexicanos que son juzgados allende nuestras fronteras, no importaría el estilo de ley y orden sajón. Tampoco debiera preocuparnos la situación del exsecretario de Seguridad Pública -si es responsable de pertenecer al crimen organizado y cometer ilícitos que debió combatir, que lo refundan, pero no con los testimoniales de otros presos-, ya que con su encarcelamiento casi perpetuo no se resuelve en México la violencia criminal, ni el problema de las adiciones, la corrupción o la impunidad de los delincuentes. Su cautiverio redime a la Casa Blanca, pero no hace que mejore la justicia en nuestro país; recordemos que fueron los propios gringos quienes detuvieron al super policía por injustos penales que agraviaron a la sociedad americana. Aquí nunca se le persiguió.

Lo preocupante es que ese sistema de soplones se populariza en el aparato de justicia mexicano y al abuso de la prisión preventiva oficiosa se suma los testimoniales de delincuentes a cambio de prerrogativas y la justicia restaurativa a través del criterio de oportunidad, donde los delincuentes ofrecen la reparación del daño a cambio de no ser procesados. Eso ocurre ahora con los políticos y empresarios corruptos. Y lo peor es que el gobierno cae en la tentación. El mismo presidente está pendiente de que el ex director de PEMEX aumente el monto del daño causado en la compra fraudulenta de una empresa para que pueda recuperar su libertad Emilio Lozoya.

Esa no es la justicia a la que debe aspirar el pueblo de México, ni permitir el uso político de las autoridades jurisdiccionales. Se debe restaurar el quebranto de la ley, no buscar la venganza social o de grupos.