Corrupción e idiosincrasia

Octavio Campos Ortiz

La condena del ex secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, trajo nuevamente a la conversación pública el tema de la corrupción, la que este gobierno se ha esforzado en machacar que ahora no se practica, y aunque el presidente ya no saca su pañuelito blanco para decir que ya la erradicó, fingen demencia ante las evidencias de que es un mal endémico en México, como lo protagonizó la senadora campechana Rocío Abreu, quien cachada al recibir fajos de billetes que, ahora convenientemente, dice que no se acuerda de dónde le entregaron ese dinero ni para qué era.

Pero con el enjuiciamiento de García Luna se utilizó el fenómeno de la corrupción como un elemento descalificador de todos los sexenios neoliberales, aunque en el derecho penal se sancionan conductas individuales.

En México no se combate la corrupción, y solo se lleva a prisión a determinados personajes como forma de venganza política. Tal es el caso de Rosario Robles Berlanga, a quien un juez federal exoneró de los cargos por el caso de la estafa maestra, donde se desviaron cinco mil millones de pesos a universidades. Curiosamente, la 4T se hace la disimulada con el robo en SEGALMEX, quebranto que asciende a 13 mil millones de pesos. Nunca ha habido un combate real de la corrupción.

Así somos los mexicanos, traemos en el ADN el estigma de la corrupción. Por cierto, susceptible de erradicarla de la vida nacional, más allá de los pronunciamientos políticos, pero no queremos. Nos gusta evadir las leyes y los reglamentos, evitar las filas y los trámites, incumplir con los requisitos, hacernos más fácil la vida, y nadie está exento de ello. Lo practicamos a diario con los agentes de tránsito, en las ventanillas de las oficinas públicas, en las áreas de licencias o permisos en alcaldías o dependencias federales; hacemos frente al desabasto de medicamentos en las clínicas del sector salud sobornando a empleados administrativos para que por abajo del agua nos den la insulina o las medicinas caras. Enseñamos a nuestros hijos a ser tramposos, a mentir, justificamos sus inasistencias escolares con “falsificantes” comprados a los médicos poco éticos de la colonia. Los 120 millones de mexicanos, todos, cometemos a diario un acto de corrupción, en mayor o menor grado. Esa es parte de nuestra idiosincrasia. El emperador azteca Moctezuma nos enseñó a sobornar la parte corrupta de nuestra herencia española.

Por eso, que los políticos no nos vengan a vender la falsa creencia de que ya se acabó la corrupción, ni que nos presenten a un mal servidor público, García Luna, como la encarnación de la corrupción neoliberal. Siguen los ejemplos de corruptos en el gobierno, pero no los quieren ver y mucho menos sancionar. La corrupción no se erradica por decreto.

La verdadera solución no está en los planes de gobierno o en las dependencias creadas exprofeso para sancionar los actos deshonestos. La solución está también en nuestros genes. Cuando un mexicano promedio visita los Estados Unidos, en automático respeta leyes y reglamentos. Cruza las calles en las esquinas y espera la señal verde de los semáforos, si maneja no excede los límites de velocidad, si hay que hacer cola espera su turno; se convierte mágicamente en un ciudadano ejemplar. Por qué cambia su conducta, su comportamiento, porque sabe que hay consecuencias, hay sanciones que sí se aplican.

Entonces, sí podemos erradicar la corrupción si aprendemos a respetar las normas. El cambio no será de la noche a la mañana, es cuestión de tiempo, más allá de los sexenios. Empecemos por educar a nuestros hijos para que convivan en un Estado de Derecho y respeten la ley y el orden, que cumplan con las reglas en el hogar y en la escuela; en una generación tendremos mexicanos de excelencia, saldremos de los primeros lugares en el ranking mundial de países más corruptos y estaremos al nivel de las naciones nórdicas. El combate a la corrupción no se hace con políticas públicas ni como forma de venganza política, se logra con nuevos valores sociales y rompiendo el paradigma de nuestra idiosincrasia.